HACER SONAR LA VOZ CON IXIAR ROZAS

En Beltzuria (Enclave de libros, 2017) Ixiar Rozas nos propuso un viaje autobiográfico al encuentro de la voz perdida de Frantzisko Elizalde Zelaieta – alias Xamuio- que en 1921, tras ser testigo mudo de la Guerra de Marruecos, se hizo bertsolari para recuperarla. Ahora, cinco años después, en Sonar la voz. 9 ensayos y 9 partituras (consonni, 2022)nos invita a compartir algunas reflexiones y otras tantos poemas visuales sobre experiencias creativas de algunos cuerpos, voces, gestos y prácticas artísticas sonoras o visuales que la han acompañado a lo largo de estas últimas décadas. El libro reúne textos sobre la voz, la escritura, la danza, la performance y el arte sonoro que, junto a la filosofía, los estudios culturales, feministas, escénicos y visuales, es materia de aprendizaje y trabajo en su vida profesional.

Desde sus inicios, con su primer cuento Bataioa, publicado en 1988, hasta la actualidad, como profesora universitaria, pasando por la dirección del proyecto Periferiak, que junto a Dario Malventti llevó a cabo entre el año 2002 y 2007 en colaboración con Arteleku, o la responsabilidad que tuvo en el proyecto cultural Azala en Lasierra (Álava), dirigido por la coreógrafa Idoia Zabaleta, o en “Borradores de futuro”, el programa que propone la construcción de ficciones especulativas sobre el futuro que está por venir, Rozas se ha hecho acompañar siempre por numerosas voces a las que ahora reconoce y hace resonar.

El libro pertenece a esa forma de literatura que se despliega entre géneros y afinidades electivas. “Escribir es acompañarse de las voces de unas y de otras. Escucharlas. Tocarlas. Sonarlas. Y leer es decirlas. Y Tocarlas. Y sonarlas. Y volver a escucharlas”, dice literalmente Rozas, haciendo de las palabras también una coreografía. En cierto sentido, un manifiesto vital, una actitud política ante el quehacer de escritora. Voces que pasan de un cuerpo a otro. Cuerpos que nos encontramos y cuidamos. 

Rozas escribe desde una genealogía de la danza contemporánea que, de manera consciente e intencionada, entrelaza con numerosas mujeres. Coreógrafas que, junto a otros hombres, han pensado esta práctica artística desde la experimentación del cuerpo, la voz, la relación con el espacio escénico o su ausencia intencionada. La lista es extensa: Merce Cunningahm y Anna Halprin -influenciados por John Cage- o Yvonne Rainer, David Gordon, Trisha Brown, Lucinda Childs, Lisa Nelson, Xabier Le Roy, Jonatham Burrows, Jérôme Bel, Juan Domínguez, Ivana Müller, Marina Muñoz y Pep Ramis de la compañía Malpelo, Mónica Valenciano, La Ribot, Olga Mesa, Blanca Calvo, Ana Buitrago, Vera Mantero, Irena Tomàzin, Idoia Zabaleta, Filipa Francisco, Esther Ferrer, las artistas visuales Elena Aitzkoa, Alejandra Riera, las poeta María Salgado y Luz Pichel o las músicas Miriam Petralanda, Ainara LeGardon o Maite Arroitajauregi (Mursego) o algunas escritoras como Virgina Woolf, Marguerite Duras, Hélène Cixous, Ingeborg Bachman, Alejandra Pizarnik, Clarice Lispector, Luy He-jinian o Ursula K. Le Guin.    

Cuando insiste en el reconocimiento de esas voces, se reafirma en que, al fin y al cabo, todes vivimos en umbrales que aparecen y desaparecen, entre cuerpos entretejidos y entrelazados o entre voces pasadas y las que aún estarían por llegar. Voces que nos abren la posibilidad de ser afectados y nos sitúan en un lugar ligeramente diferente al que podríamos haber estado un instante antes. Estados cambiantes, en los que sus ecos se cruzan incluso tras la muerte, como Isabel de Naverán, habitual colaboradora de Rozas, narra en Ritual de duelo (consonni 2022) con una escritura profundamente encarnada y plenamente atravesada por la presencia y ausencia de su madre. En cierto sentido, como también nos lo recuerda Vinciane Despret en A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan (La oveja roja, 2022) somos responsables de su existencia y, por supuesto, para ello hacen falta cultos, sufragios, modos de convocar y, sobre todo, relatos y sueños.

Transitar de una vida a otra -cualquier vida- entre los sustratos de la tierra, sus fermentaciones, fuerzas gravitacionales y vibracionales, insiste la autora. No en vano, cita Filosofía y consuelo de la música (Acantilado, 2021) de Ramón Andrés para evocar que en las raíces de la humanidad está la percepción del ritmo, el palpitar sonoro. En otro sentido, ese latir sería como los acufenos de los recuerdos del mundo que, escuchándolos con atención, podrían conectarnos con los tiempos de la memoria humana conviviendo junto al resto de las especies.  

Rozas, para recordarnos que también vemos lo que oímos a través de la escucha, el tacto, la memoria o la imaginación, menciona los trabajos visuales, poéticos y sonoros tanto de la escritora Gertrud Stein, a la que tanto admira, como de la artista Itziar Okariz, cuya obra se caracteriza por la producción de acciones que, con una distancia de casi un siglo, cuestionan normativas en torno al lenguaje.

Del mismo modo, en un reconocimiento explícito a la filosofía feminista, cita a Adriana Cavarero, junto a Judith Butler, para recordarnos que escuchamos mejor cuanto más nos acercamos o, en cierta manera, nos inclinamos hacia las voces que hablan. Como Eve K. Sedgwick, otra referente histórica del feminismo queer, nos dijo ya en 1990 también en Epistemologías del armario, el concepto “tender” captura el doble sentido de inclinarse o extenderse hacia, mientras se cultiva y se ayuda a florecer. Frente a la verticalidad del sujeto autárquico y autoritario, las tres junto a Rozas, entre otras muchas potencias del cuerpo performativo, exploran las formas y sentidos posibles de la inclinación como modelo relacional y como punto de partida para repensar la ontología de la vulnerabilidad: una subjetividad altruista y relacional más ética, una geometría del cuerpo que exija dependencias radicales de los demás como condición estructural del sujeto.

Rozas nos habla de cuerpos inclinados, pero no se refiere a sumisos, sino a bien dispuestos y abiertos, capaces de abrazar, de (re)componerse mutuamente. Cuerpos que, de la mano de Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno (consonni, 2019)de Donna Haraway o de las coreografías de Steve Paxton, reinterpretadas por Ion Munduate, imaginan otras percepciones, sensaciones y afectos, decididos a abrir espacios para que, frente a la verticalidad masculina, otres podamos fermentar, crecer, desarrollarnos o relacionarnos (durante décadas, en su práctica artística, Paxton se ha dedicado a investigar la acción de caminar, la gravedad y la porosidad del cuerpo humano en su cotidianidad, a la vez que se ha dedicado a la elaboración de compost humano en una comuna de artistas).

La imaginación se mueve así para poder pasar entre cuerpos o, como cuando Maurice Merlau-Ponty se refiere a la carne, la habilidad del cuerpo para prolongarse en el espacio mediante la percepción. Imaginación también política porque su condición debería ser poner el cuerpo y el sentido de la libertad humana en el centro de su actividad. Paul B. Preciado en Un apartamento en Urano. Crónicas del cruce (Anagrama, 2021)– citado por Rozas- nos habla también de erotizar la vida cotidiana, desplazando el deseo que ha sido capturado por el capital, la guerra, la nación, para distribuirlo en el tiempo y en el espacio, hacia todo y hacia todes.

A través de las voces circulamos en el mundo, concluye Rozas en el último capitulo del libro “Susurro, suzuro, suzura, zuzurla, xuxurla”. Poner voz a la palabra, sonarla, sería la antipolítica – tal vez contrapolítica- de la actual política, generalizadora, desvocalizada, en la que la escucha y sus extensiones han quedado ensombrecidas. En el epilogo del libro Marina Garcés nos dice que las palabras están llenas de sombras y que esta podría ser una pista para explicar en qué consiste aprender a vivir: descubrir las sombras de las palabras sin temerlas. Recorrer y escuchar esas sombras, cobijarse en ellas cuando son protectoras y ventilar su clausura y su putrefacción cuando son sombras de una cárcel de la vida y del sentido. Como Garcés entiende su amistad con Rozas, también siento la mía con ambas, como un umbral en el que la línea de sombra es una invitación a buscar el sol. 

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